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Verá usted, mi teniente... Estaba yo ocupado, precisamente, en distribuir las faenas y los puestos de los soldados. De pronto se acerca a mí el sargento Piskun, y me comunica que a un soldado le han robado un par de botas y treinta y siete "copecs" de plata. "No estaba su maleta cerrada con llave?"—le pregunté—. "Claro que sí—me respondió ; la maleta estaba bien cerrada, pero el ladrón ha hecho saltar la cerradura." "¡Cómo!—exclamé. Ha hecho saltar la cerradura? ¡Eso es muy grave!" Inmediatamente fuí a ver al capitán para comunicarle la noticia. Naturalmente, el capitán se enfadó mucho, aunque, como usted comprende...

—¿Es eso todo lo que sabes?

—Sí, mi teniente.

—Y ese soldado... el ladrón... Baygusin o como se llame, ¿era un buen soldado? ¿No había hecho nada malo hasta el presente?

Ostapchuk hizo un movimiento con el cuello, como si le molestara la guerrera.

—El año pasado, Baygusin huyó y estuvo escondido tres semanas. ¡Esos tártaros no valen gran cosa, mi teniente! No saben rezar a Dios como nosotros, los cristianos... Dicen sus oraciones mirando a la luna... Ni siquiera comprenden nuestra lengua... Me han dicho que los han arrojado de todas partes, y que sólo en nuestro imperio quedan todavía unos pocos...

Ostapchuk no quería dejar pasar una ocasión de hablar como hombre instruído. Kozlovsky le