glar las cosas en tal forma, que los jefes quedaban encantados. El capitán que mandaba la compañía le apreciaba mucho, y tenía puesta en él una confianza ilimitada en todo lo referente al orden de la compañía.
Ostapchuk era de pequeña estatura, pero muy fuerte, bien formado, de rostro cuadrado y rojo, ojos pequeños y penetrantes. Estaba casado. Por la noche, cuando había terminado su faena, se vestía una ropa de casa y tomaba te con leche y pan blanco. Le gustaba hablar, con las personas instruídas, de política y de otras materias elevadas; conversaba con los intelectuales que había entre los soldados.
—¿Cómo te llamas?—preguntó con voz indecisa Kozlovsky.
Hacía un año que el teniente estaba en el regimiento, y le costaba trabajo tener que tutear a un personaje tan importante como Ostapchuk, que ostentaba en el pecho una gran medalla de plata, y en la manga, bordados en oro, los galones de su grado.
El suboficial comprendió el estado de ánimo del joven teniente y esto le halagó. Contestó a sus preguntas con una respuesta clara y detallada.
—Bien, cuéntame todo lo que sepas sobre ese estúpido robo. A lo que parece, ese Baygusin ha robado un par de botas.
Ostapchuk le escuchaba con una atención exagerada, alargando el cuello. Luego empezó su declaración.
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