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caban; en su cerebro bullían pensamientos tristes, dolorosos recuerdos del pasado.

Stakanich se revolvía y suspiraba. Sufría mucho del reuma, sobre todo cuando hacía mal tiempo. También él soñaba con el pasado, y mientras rezaba y pensaba en su hijo, recordaba sin quererlo fragmentos de obras antiguas, olvidadas desde hacía mucho tiempo por todo el mundo.

Solamente el "Abuelo" no se movía. Estaba en su lecho, con las manos cruzadas sobre la colcha, los ojos inmóviles, fijos en lo lejano; su rostro tenía una expresión grave y meditativa; parecía absorto en la contemplación de importantísimos problemas. La débil luz rosa de la lamparilla, colgada junto al icono, iluminaba su rostro muerto.

La noche era insoportablemente larga.

Poco antes del amanecer, Mijalenko, presa súbitamente de un terror loco, se sentó en la cama y preguntó:

—Duermes, "Abuelo"?

Pero el "Abuelo" no respondió. El salón estaba sumido en un silencio torvo y amenazador.

Tras las ventanas agitábase el viento, sacudiendo de vez en cuando los cristales. La lluvia fina de otoño seguía cayendo.