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trémulos, en las hojas, y producía sombras fantásticas en las paredes y en el techo del salón de las columnas blancas. Una lamparilla, encendida delante del icono, difundía su débil luz, rosada y suave, iluminando el rostro oscuro del santo.

Todos los habitantes del asilo, excepto Slavianov—Raysky, que seguía hablando en sueños, se habían despertado al ruido del viento. Permanecían en sus lechos, silenciosos, presas de miedo y de inquietud, con los ojos abiertos y fijos en las sombras que llenaban el salón. Lidin—Baydárov, aficionadísimo a los dulces y los bocados exquisitos, devoraba ávidamente, procurando no hacer ruido para no atraer la atención de sus compañeros, un pastel que le habían dado en casa de su protector el comerciante. Mijalenko, tapada la cabeza con la sábana, escuchaba angustiado los latidos irregulares y sordos de su corazón. A cada ráfaga de viento se estremecía, se encogía bajo la ropa, y se persignaba apresuradamente como los niños miedosos.

De pronto, Stakanich se levantó y se arrodilló ante la cama. En las tinieblas, se le oyó gemir profundamente, murmurar plegarias ardorosas muy de prisa, como temiendo que alguien tratara de prohibirle sus rezos. Frente a él, inmóvil, estaba tendido en su lecho el "Abuelo". Fijaba su mirada tan pronto en la ventana, como en el icono débilmente iluminado, o bien en las sombras fantásticas que llenaban el salón. Su rostro estaba grave, tranquilo y pensativo.