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con un abominable mico rancio como tú. Pero, aun así, dejo tras de mí una vida amplia, enorme. He experimentado los goces de la inspiración y me acompañaba por todas partes una gloria fabulosa. Hacía llorar y reir a los hombres. Podía hacer del público lo que se me antojara. Yo era su dueño, su soberano. Cuando en "Macbeth", en la escena del puñal, hacía mi famoso gesto, señalando a la lejanía, mil quinientos espectadores se levantaban como un solo hombre, presa de indecible emoción. ¡Y había que verme en papel de Kine! En Jarkov, la Policía no me permitió terminar el último acto, porque todo el mundo lloraba, los hombres y las mujeres, los jóvenes y los viejos; vi correr las lágrimas hasta de los ojos de los actores que trabajaban conmigo. ¿Eres tú capaz de comprender esto, viejo orangután? Tú, guiñol de feria, no hacías más que seducir a las modistas, prometiendo hacerlas tiples de opereta; te pegaban como a un perro, y huías como un ladrón, después de haberte introducido en las alcobas de mujeres casadas; eras avaro como un pordiosero de iglesia y prestabas dinero a escondidas, percibiendo intereses enormes, como un viejo usurero. En cada población dejabas las huellas asquerosas de tu paso; hay millares de personas a las que no te atreverías a mirar cara a cara.

Yo, en cambio... ¡Ah! Yo he recorrido Rusia en todas las direcciones, de Arkangel a Yalta y de Varsovia a Tomsk, con la frente alta, sin miedo ni vergüenza. Las autoridades me han respetado