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de su caja, levantó la cabeza y miró a SlavianovRaysky.

I

—¿Me preguntaba usted a mí?—preguntó.

Pero Slavianov ni le contestó siquiera, y continuó:

—Ocupaba siempre las mejores habitaciones en los mejores hoteles, distribuía propínas principescas; un hermoso coche, con magníficos caballos, con su cochero de barba larga, imponente, estaba siempre a mi disposición. Me acompañaba en mis viajes mi criado Mischka. Y todo el mundo conocía a Mischka. Los directores de teatros trataban de atraerse su amistad, le estrechaban la mano, le preguntaban en tono confidencial de qué humor me había levantado yo aquel día... ¡Y era de ver cómo iba vestido yo en aquella época!

Siempre de frac, de la más fina tela inglesa.

Mischka me compraba cada día una camisa nueva: nunca me ponía ropa lavada. Los mejores sastres tenían a gala abrirme crédito. Todos los hombres galantes, la gente de la alta sociedad, venían expresamente al teatro para aprender a vestirse con verdadera elegancia...

—Sí, ya se ve ahora!—dijo con venenosa ironía Lidin—Baydárov.

¡Oh, criatura repugnante, mísera y execrable! exclamó en tono patético Slaviadov—. Sí, ahora voy vestido de harapos; he dado una caída terrible, desde las más altas cimas de la gloria hasta la ciénaga de la vida. He caído tan bajo, que me veo obligado a vivir en una jaula sucia,