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sultando a la gente, puede pagarlo muy caro, vive Dios!

— Tú? ¿Tú también?—exclamó Raysky sofocado por la cólera y la indignación. ¿Tú también te atreves a hablarme? Este, al menos—e indicó a Mijalenko con un ademán majestuoso—, andaba por la escena de lacayo, llevaba las boteIllas y los vasos; pero, al fin y al cabo, era un actor...

—¡Tú eres un cerdo!—replicó Mijalenko.

—Pero tú, canalla—prosiguió Raysky, como si no hubiera oído aquella réplica—, tú no tenías más que las pantorrillas, con que despertabas la sensualidad de las mujeres. ¡Ni cinco céntimos de talento! Cantabas como un pellejo roto y hacías gestos indecorosos. Se te admitía en el templo del arte por un equívoco enfadoso, por casualidad; entraste en él por error. En lugar de hacerte propietario de una mancebía o criado de un café cantante, te hiciste artista. No tienes ni conciencia ni pudor. No comprendes lo que quiere decir eso, y eres capaz de hacer cosas que ruborizarían a un escuadrón. Como hombre pronto a venderse a cualquier mujer, irías en cueros por la calle, si ella lo exigiese..., a condición de que te autorizara la Policía, porque sólo el agente de policía te ha inspirado siempre respeto y temor.

—¡Decididamente, no comprendo por qué no le he arrojado a usted por la ventana ya!—dijo en tono solemne Lidin—Baydárov.

¡Ah, cretino! En cada una de tus palabras,