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dignación, temblándole las manos, gritó con voz amenazadora y casi llorando:

—¡Oiga usted, señor Mijalenko! ¡Si vuelve usted a decir una palabra de Sebastopol, iré a quejarme al director! Le diré que no puedo aguantar más. No hace usted más que emborracharse e insultar a la gente pacífica. Verá usted cómo le ponen en la calle. ¿Qué será de usted entonces? Pedir limosna a la puerta de las iglesias; no le quedará otro recurso...

Antes de la comida, Stakanich se puso a preparar una ensalada muy complicada, compuesta de remolacha, cohombros, aceite y otros ingredientes. Todo aquello se lo suministraba Tijon, que estaba en muy buenas relaciones de amistad con él. Lidin—Baydárov miraba con avidez la operación gastronómica de Stakanich, y explicaba al mismo tiempo cómo se preparaba otra maravillosa ensalada que él había inventado una vez en Ekaterinenburgo.

—Estaba yo entonces en el hotel de Europadecía sin dejar de mirar al apuntador. El cocinero era un artista, un virtuoso... Un francés que ganaba 6.000 rublos al año. Porque habéis de saber que en el Ural hay muchos propietarios de minas de oro, a quienes gusta comer bien y no regatean el dinero. ¡Qué millonarios!... ¡Ah!...

¡Qué bolas nos está usted contando, señor Baydárov—dijo Mijalenko, masticando la carne.

—¡Vaya usted al demonio! Pregunte usted a cualquiera en Ekaterinenburgo y confirmará to-