Más lejos todavía, en la línea del horizonte, cerca de un largo tren de mercancías, se hallaban los obreros ocupados en la descarga. Bajaban por las planchas inclinadas, colocadas n cada vagón, ladrillos y barras de hierro que, al caer, llenaban la atmósfera de un ruido penetrante.
Los vagones vacíos se dirigían hacia el tren; los otros, cargados hasta arriba, se alejaban.
Millones de sonidos se mezclaban allí, en un ruido incesante: los golpes de los martillos, de las hachas, los silbidos de las locomotoras y de las chimeneas; a veces las explosiones subterráneas que estremecían los alrededores.
Era un cuadro sobrecogedor, impresionante. El trabajo humano se agitaba allí como un inmenso mecanismo muy complicado y muy preciso. Millares de hombres, ingenieros, albañiles, carpinteros, mecánicos, cerrajeros, cavadores, ebanistas y herreros, acudían allí desde diferentes rincones de la tierra, para dar, obedeciendo a la ley férrea de la lucha por la existencia, todas sus fuerzas, capacidad, salud, su inteligencia y su energía, el genio del progreso industrial.
Aquel día, Bobrov sentíase peor. Esto sucedíale muy raras veces: tres o cuatro al año, sobre todo en las mañanas de otoño, cuando llovía, o en las noches de invierno, cuando helaba. Entonces se ponía nervioso e irascible en extremo.
Todo a su alrededor le parecía insulso, monótono; los rostros humanos, enfermizos y oscuros;