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solitarios con la baraja. Hasta el almuerzo, los dos viejos no cruzaron una sola palabra. Reinaba en el gran salón de las columnas blancas un silencio tan profundo, que las ratas, de que estaba lleno el viejo caserón, tomando más de una vez el día por la noche, salían atrevidas de sus agujeros, avanzaban hasta las mesitas de noche y recogían las migajas caídas por el suelo.

III

Antes del almuerzo, llegaron Mijalenko y LidinBaydárov, que se habían encontrado a la puerta del asilo. Baydárov traía bajo el brazo un paquetito con provisiones, envuelto en un pañuelo rojo.

Mijalenko estaba de mal humor y parecía cansado. No le habían pagado su colaboración en el espectáculo matinal; el poco dinero que llevaba se lo había dejado en el café del teatro, y tuvo que hacer a pie el largo camino hasta el asilo.

Al entrar en el salón tiró con fuerza el sombrero al suelo; se ahogaba; su grueso rostro pálido, su ojo único, tomaron una expresión de ira. El sudor hacía brillantes sus mejillas fofas. La cólera le apretaba la garganta.

Vió su maquinita de hacer cigarros en la mesa de noche de Lidin—Baydárov, y empezó a gritar:

—¡Eh, tú, viejo mono! ¡Antes de coger una cosa que no te pertenece, debieras pedir permiso!

—¿Qué?—preguntó Lidin con una calma im-