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te en las horas nocturnas; acudían al pensamiento ideas tristes y recuerdos dolorosos del pasado, y la amarga vejez se presentaba con una claridad más lúgubre que durante el día. Lo más terrible era pensar en que pudiera morirse en la noche silenciosa algún compañero sin que lo supiera nadie, permaneciendo así, silencioso, misterioso, horripilante, hasta el día.

Empujados por el miedo, se llamaban de vez en cuando para preguntarse la hora o pedir una cerilla. Y hasta el alba, eran todos presa de una angustia terrible, que, sin cesar, llenaba el gran salón de las blancas columnas de sordos gemidos y balbuceos.

Así pasaban en larga serie los días monótonos, aburridos, grises, llenos de preocupaciones mezquinas; y así transcurría la existencia melancólica de aquellos hombres tan amantes de la vida en otro tiempo.

Su única distracción era ir a la ciudad. Pero este placer sólo de tarde en tarde se lo proporcionaban, pues no tenían dinero y sin él la ciudad carecía para ellos de atractivos: no podían comprar tabaco, ni pasear en coche, ni visitar a alguna amiga vulgar y retocada, ni permitirse el lujo de estar una hora en algún cafetucho, placer éste el más codiciado por aquellos viejos actores, acostumbrados a los establecimientos de este género.