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dad, con sus chimeneas gigantescas. Junto a ellos, se levantaban ocho enormes torres de hierro, dedicadas a la circulación del aire caliente. Alrededor de los altos hornos había dispersos otros edificios: los talleres de montaje, de fundición, de lavado, de construcción de locomotoras, de fabricación de raíles, etc.

La fábrica descendía en tres inmensas terrazas naturales. En todas las direcciones corrían pequeñas locomotoras. Después de aparecer en la plataforma inferior, subían a lo alto con un silbido penetrante, ocultábanse por algunos segundos en los túneles, salían de ellos envueltas en un vapor blanco; finalmente, con un ruido formidable, corrían, como por un camino aéreo, sobre los puentes de piedra suspendidos, desde donde descargaban en las chimeneas de los altos hornos el mineral y el cok.

Más lejos, detrás de aquella terraza natural, la mirada se perdía en el caos: allá se estaban construyendo dos altos hornos más, el quinto y el sexto. Parecía que un temblor de tierra horroroso había arrojado a la superficie los innumerables montones de piedra, de ladrillos de todas las dimensiones y de todos los colores, pirámides de arena, de madera y de hierro. Todo esto se amontonaba en pleno desorden, aquí y allá. Los cientos de vehículos y los millares de hombres parecían hormigas de un gigantesco hormiguero hundido. El fino polvo blanco no hacía daño a ojos, lo envolvía todo como en una neblina.