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te las largas horas de insomnio insoportable, cuando acudían al cerebro pensamientos tristes, reflexiones amargas sobre la vida estúpidamente vivida, la monótona soledad de una vejez desesperada, la muerte próxima, pensaban los actores en la religión, creían en Dios, en el Angel de la Guarda, en los santos que hacen milagros. A escondidas, para que nadie los viera, se santiguaban y murmuraban insensatas plegarias improvisadas.

Stakanich era el más reservado en su actitud y el más lógico en su conducta. A veces se levantaba de la cama e intentaba persignarse tímidamente, mirando al icono; pero Mijalenko se burlaba de él cuando lo veía. De pie, detrás de Stakanich, hacía una porción de muecas remedando los movimentos y los gestos de su compañero.

A las dos almorzaban. Durante la comida decían horrores del fundador del asilo, el rico comerciante Ovsiannikov. El viejo soldado Tijon, que les servía a la mesa, escuchaba con disgusto aquellas conversaciones, permitiéndose a veces hacer alguna observación a Mijalenko, cuya lengua era mucho más mala que la de otros.

¡No está bien decir eso, señor Mijalenko?

Como hombre educado no debía usted decir esas palabras en la mesa...

Después de almorzar, los actores se acostaban y dormían con un sueño pesado, malsano, roncando y gimiendo. Dormían mucho tiempo, lo menos tres o cuatro horas, y no se despertaban has-