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El sol se levantaba por el horizonte cuando Bobrov llegó al hospital de la fábrica.

El doctor, que acababa de vendar a numerosos heridos y mutilados, se lavaba las manos en una jofaina de cobre. Su ayudante estaba a su lado dispuesto a darle la toalla.

Al ver a Bobrov, el doctor retrocedió con asombro.

—¿Qué tiene usted, Andrey Ilich?—exclamó asustado. ¡Parece usted un muerto!

En efecto, Bobrov presentaba un aspecto terrible. Su rostro pálido estaba cubierto de sangre coagulada y manchado de carbón. La ropa, mojada y desgarrada, colgaba de su cuerpo hecha jirones. Los cabellos eran una maraña informe.

—Pero dígame usted... ¿qué es lo que le ha pasado exclamó otra vez el doctor, enjugándose las manos a toda prisa y acercándose a Bobrov.

—No es nada—gimió el otro. Se lo suplico; deme en seguida morfina. ¡Pronto, o me vuelvo loco!... Sufro demasiado...

El doctor cogió a Bobrov por el brazo, le condujo rápidamente a la habitación contigua y, después de cerrar cuidadosamente la puerta, dijo:

—Escuche usted; adivino la causa de sus sufrimientos. Créame, le compadezco de todo corazón y haré todo lo que esté en mi mano para aliviarle, pero...

Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas.

—Pero querido Andrey Ilich, no insista usted en que le dé morfina. Haga usted un esfuerzo.