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estaban enfriándose. Solamente en los dos hornillos extremos ardía aún un poco de carbón.

Una idea loca atravesó de repente como un relámpago el cerebro de Bobrov. Se inclinó rápidamente sobre el foso y saltó.

Encontró una pala en el montón de carbón. La cogió y se puso a echar carbón febrilmente en los dos hornillos que aún ardían. A los dos minutos, el fuego empezaba a rugir; el agua hervía en el tubo. Bobrov cogía paletadas de carbón apresuradamente una tras otra y las arrojaba a los hornillos. Una sonrisa de maldad y de astucia florecía en su labios. De vez en cuando lanzaba exclamaciones insensatas. Una idea morbosa, terrible, vengativa, se apoderó de todo su ser. El inmenso cuerpo de la caldera, que comenzaba a iluminarse con resplandores lúgubres, le parecía un ser viviente, odioso, detestado.

El agua disminuía por instantes en la caldera.

El vapor hervía. Unos momentos más y la catástrofe sería inevitable. Pero aquel trabajo, al que no estaba acostumbrado, había cansado a Bobrov. La sangre caliente empezó a manar de nuevo en su herida. Sintió un dolor terrible de cabeza y sus brazos cayeron impotentes a lo largo del cuerpo.

"Un pequeño esfuerzo más—se decía—. Pero no tengo alientos... No, no; esto es la locura...

Mañana no me atreveré a confesarme a mí mismo que he abrigado el proyecto criminal de hacer saltar las calderas."