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amenazaba caer a cada movimiento; el dolor de la sien se había hecho insoportable. Tocó su herida y notó que la sangre le corría por toda la cara.

Sintió en los labios y en la boca un sabor salado y metálico. No comprendía aún con claridad lo que pasaba, y hacía esfuerzos de memoria para recordar detalles. Estos esfuerzos le produjeron aún más dolor de cabeza. Su corazón estaba oprimido por la pena y la desesperación, y una cólera terrible le hacía apretar los puños furiosamente.

La mañana se acercaba. Todo a su alrededor estaba gris, frío, húmedo: la tierra, el cielo, la hierba menuda, los montones de piedra a lo largo de la vía férrea. Bobrov, sin un fin preciso, sin una dirección determinada, rondaba por entre los edificios desiertos de la fábrica. Como ocurre frecuentemente, durante los grandes trastornos morales, se hablaba a sí mismo en voz alta: sentía la necesidad de poner orden en sus pensamientos confusos.

—¿Qué puedo hacer?—se preguntaba como dirigiéndose a alguien que le pudiera oír. Ya no puedo más... ¡estoy tan débil! Quisiera matarme...

Acaso fuera lo mejor...

Seguía sin acordarse de nada de lo ocurrido.

De pronto, notó que había llegado al borde del foso, en el mismo sitio donde estuvo hablando la víspera con el doctor. No había nadie allí. Los obreros habían abandonado sus puestos, y los hornillos, por donde echaban carbón sin cesar,