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pezaron a subir la colina. Al otro lado de la colina se extendía un campo negro, monótono.

—¡Vamos, Mitrofan! ¡Un poco más de prisa!gritó Bobrov—. A este paso no llegaremos nunca.

Mitrofan gruñó algo que Bobrov no pudo oír.

Verdaderamente era imposible caminar más de prisa; los caballos corrían con una rapidez vertiginosa. Mitrofan no comprendía lo que le pasaba a su amo, que quería tanto a sus caballos y no permitía que se les fatigara demasiado.

En el horizonte, sobre el cielo, se veía una inmensa mancha de carmín que teñía de rojo las nubes. Eran, probablemente, los reflejos de un incendio. Bobrov miraba al cielo y experimentaba una alegría perversa. Se acordó de pronto del brindis atrevido y cruel de Andrea y comprendió lo que había sido para él un enigma: la reserva fría de Nina durante aquella velada, la indignación de su madre al verla con él en un rincon, la presencia constante de Sveyevsky al lado de Kvachnin, lo que se murmuraba acerca de éste y de Nina.

"¡Bien hecho!—pensó Bobrov mirando los reflejos del incendio y sintiendo una cólera que casi le ahogaba—. ¡Bien hecho! ¡Oh, si me pudiera vengar de ese comprador de niñas, de ese saco de oro, de ese cerdo cebado, ante quien se inclinan todos!..." El coñac y el "champagne" que bebiera no le habían emborrachado. Por el contrario, sentía una energía indomable, un deseo irresistible, casi mor-