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por entre los innumerables coches y la multitud nerviosa que se agolpaba allí. Al fin, escapó, a pesar de todo, y tomó una vereda. Los caballos, cansados de esperar, contentos de ponerse de nuevo en movimiento, corrían a una velocidad loca. El coche saltaba sobre las gruesas raíces que obstruían el sendero, como una barca sacudida por las olas del mar.

El fuego rojo de la antorcha, colgada en la delantera del coche, ondeaba hacia todas partes, con un silbido agudo. Siguiendo los movimientos de la luz, estremecíanse alrededor del coche las sombras vagas fantásticas de los árboles. Dijérase que una compacta muchedumbre de espectros altos, delgados e imprecisos, iba detrás del coche danzando; tan pronto adelantaban a los caballos, adquiriendo dimensiones gigantescas, como caían por tierra y se achicaban poco a poco hasta desaparecer detrás de Bobrov; unas veces se alejaban por breves instantes hacia el bosque, negro, para volver en seguida junto al coche; otras veces las sombras se reunían en grupos misteriosos de fantasmas que temblaban, se agitaban, se inclinaban unos sobre otros como para cuchichearse algo al oído. Con frecuencia las ramas de los árboles, a lo largo del camino, daban en la cara a Bobrov y Mitrofan, como manos de seres misteriosos que acecharan su paso.

A los pocos minutos salían del bosque. Los caballos, después de atravesar un pequeño pantano en que se reflejaba la luz roja de la antorcha, em-