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pequeños sorbos el, te, que le parecía insípido, con sabor a hierba. Las gotas de lluvia corrían en zig—zag sobre los vidrios. El patio estaba lleno de charcos de agua. Se veía por la ventana un pequeño lago cuadrado, al que servían de marco árboles de rico follaje, de un verde grisáceo. Empezaba a soplar el viento, ondulando levemente las aguas del lago. La hierba amarillenta, aplastada por la lluvia, se tendía impotente por tierra. Las casas de la aldea vecina, los árboles del bosque, que se vislumbraba en el horizonte como una cinta festoneada, las tierras de labor, formadas de cuadrados negros y amarillos..., todo estaba envuelto como en una neblina gris.

Eran las siete cuando Bobrov, después de ponerse una capa de tela impermeable, con un capuchón, salió de su casa. Como muchos hombres nerviosos, sentíase mal por la mañana: su cuerpo estaba débil, le dolían los ojos, como si alguien los cerrase desde fuera; tenía en la boca un sabor desagradable. Pero sufría, sobre todo, por la discordia interior que le amargaba desde algún tiempo. Los colegas de Bobrov, los ingenieros, que consideraban la vida desde un punto de vista simple y estrictamente práctico, se hubieran mofado de él, sin duda, de saber las causas de sus sufrimientos morales, o al menos, no le comprenderían. A diario se iba haciendo en él cada vez más profundo el disgusto, casi el horror, que la fábrica y su empleo le ocasionaban.