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cima de la multitud. "¡Paso, paso!", gritó una voz.

Todo el mundo retrocedió, atropellándose. Bobrov fué arrastrado por la muchedumbre. Vió el coche de Kvachnin, con sus tres hermosos caballos grises, abrirse paso con dificultad. El farol colgado encima del carruaje iluminaba con una luz fantástica la figura enorme de Kvachnin.

Alrededor del coche gritaba, ahullaba y gemía la muchedumbre, presa de terror, entre empujones y revuelos. Bobrov apretó los dientes. Hubo un momento en que le pareció que no era Kvachnin el que iba en el coche, sino un dios pagano, terrible en su fealdad, amenazador, sediento de sangre, uno de aquellos ídolos de Oriente, bajo cuyo carro se arrojaban los fanáticos exaltados en las ceremonias religiosas.

Bobrov sintió una ira terrible.

Vió de pronto su coche. Estaba muy cerca de él, pero en el desorden y la oscuridad, no había podido verlo antes. También estaba allí su cochero encendiendo un farol.

—¡Pronto, a la fábrica!—gritó Bobrov, metiéndose en el coche—. Es preciso estar allí dentro de diez minutos, ¿oyes?

—Sí, procuraré, aunque...

Sin darse demasiada prisa hizo girar el coche, desplegó las bridas y ocupó lentamente su puesto.

—Si los caballos revientan, no seré yo el responsable concluyó.

—¡Muy bien, pero anda, a toda velocidad!

Al cochero le costó mucho trabajo abrirse paso