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tricas, lo que sirvió para aumentar la confusión.

Se oían en la oscuridad los gritos histéricos de las mujeres.

Eran cerca de las cinco de la mañana. El sol no había salido todavía, pero al cielo se iluminaba, anunciando, por las nubes dispersas aquí y allá, un día lluvioso. La luz pálida y melancólica de la madrugada, que había sustituído tan súbitamente a la luz eléctrica, daba un aspecto de tristeza al desorden que reinaba entre los invitados.

Las figuras humanas parecían fantásticas evocaciones de cuentos de hadas. Los rostros cansados por el insomnio, tenían una expresión terrible.

La mesa, manchada de vino, sobre la que se amontonaba la vajilla, era como el recuerdo de algún festín fantástico interrumpido.

En la parada de los coches, el desorden era aún mayor. Los caballos espantados, se encabritaban con relinchos lúgubres y se resistían a obedecer a los cocheros. A veces, chocaba un coche con otro.

Oíase el crujido de los ejes rotos. Los ingenieros llamaban a sus cocheros, que se insultaban y hasta llegaban a las manos. Dijérase la confusión de un incendio. De vez en cuando se oían en las tinieblas gritos de dolor o de miedo.

Bobrov hacía esfuerzos inútiles por encontrar a su cochero Mitrofan. Muchas veces le parecía oír su voz, pero era imposible hallar a nadie en aquel barullo.

Súbitamente surgió una luz en las tinieblas. Se vió un gran farol de petróleo balancearse por en-