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se puso pálido súbitamente. Con un movimiento nervioso dejó el vaso en la mesa con tanta precipitación, que el vino se derramó sobre el mantel.

—¿Y los belgas?—preguntó con voz entrecortada y turbada en extremo.

113 El capataz hizo un gesto negativo y le dijo algunas palabras al oído.

—¡Diablo!—gritó Kvachnin, levantándose de la mesa y tirando la servilleta con un gesto lleno de cólera— Espera, vas a llevar a la estación un telegrama para el gobernador.

Luego, dirigiéndose a todos, con voz emocionada:

¡Señores, en la fábrica han estallado desórdenes! Hay que tomar medidas urgentes. Me parece que lo mejor sería que nos marcháramos de aquí!...

¡Lo esperaba! —dijo con maldad y desdén Andrea.

Y mientras todo el mundo, turbado, emocionado, corría en todas las direcciones, sacó un cigarro y cerillas del bolsillo, sin darse prisa, y se sirvió otra copa de coñac.

XI

EL DIOS En el pabellón reinaba el mayor desorden. Los invitados gritaban sin escucharse, se zarandeaban, tropezaban con las sillas caídas. Las señoras se ponían sus sombreros, con manos temblorosas. Alguien dió orden de apagar las luces elécS