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cia su dama, y con un movimiento pesado, pero con una gracia especial, hizo el primer paso de un modo tan hábil y seguro que todo el mundo comprendió en seguida que, en sus buenos tiempos, debió ser un bailarín de primer orden. Mirando a Nina de arriba a abajo, con ademán provocativo y soberbio, daba ágiles vueltas, balanceando su cuerpo enorme y pesado. Parecía que no le molestaba lo más mínimo su peso y sus dimensiones: por el contrario, había cierta gentileza en sus movimientos. Luego se detuvo un segundo, golpeó el suelo con los talones y empezó a hacer girar a Nina alrededor de sí misma, muy rápidamente. Un minuto después, habiendo dado la vuelta a todo el calvero, condujo a su dama a una silla, la hizo sentar, y se quedó delante de ella, inclinada la cabeza.

Inmediatamente se vió por todas partes rodeado de señoras, suplicándole que diera algunas vueltas más. Pero él, fatigado por el ejercicio de que hacía mucho tiempo había perdido la costumbre, respiraba penosamente, y se negaba.

—¡No, señoras! ¡Tengan piedad de este pobre viejo! A mi edad ya no se baila. Mejor será que vayamos a comer.

Todo el mundo se sentó a la mesa; oyóse el ruido de las sillas sobre la arena.

Bobrov permanecía donde Nina le había dejado.

Sentíase humillado, ultrajado, desdichado. Hacía esfuerzos manos para contener el llanto que le oprímía la garganta.