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de ser este animal, pues ha llegado tan tarde al don. Vive Dios que me le he de quitar yo, porque me desbautizan y desdonan los que veo.

—Sígueme—dijo el Cojuelo, y no te amohines; que bien sabe el don dónde está: que se te ha caído en el Cleofás como la sopa en la miel.

Con esto, salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente dél descubrieron otro, cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras, gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras, caracoles, castrapuercos (1), pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad de instrumentos vulgares que tampoco la he visto en la Corte, y me parece que hay dentro mucho regocijo y entretenimiento.

—Esta es la casa de los locos—respondió el Cojuelo que ha poco que se instituyó en la Corte, entre unas obras pías que dejó un hombre muy rico y muy cuerdo, donde se castigan y curan locuras que hasta agora no lo habían parecido.

—Entremos dentro—dijo don Cleofás—por aquel postiguillo que está abierto, y veamos esta novedad de locos.

Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una dellas ocupaba un personaje (1) Zampoñía.

EL DIABLO