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¡Cómo! ¡Yo no soy tu cochero para conducirte desde la Sinagoga a casa! No me gusta esa clase de bromas.

—Yo no me atrevería jamás a bromear con usted—respondió Iankel, haciendo como que no comprendía las intenciones del diablo—. Le doy las gracias por haberme conducido hasta aqui; pero ya no quiero molestarle más: me iré a pie, solo. Está muy cerca de aquí y no quisiera que usted se tomara ese trabajo.

El diablo estaba lleno de ira. Empezó a agitarse como un pollo cuando le cortan la cabeza; luego tiró a Iankel de un aletazo, y de nuevo se oyó su pesada respiración.

—¡Bien hecho!—pensó el molinero—. ¡Bien sé ya que es un gran pecado alabar al diablo; pero éste sabe su oficio: no abandonará su presa!

Iankel se puso a gritar con todas sus fuerzas, y el diablo no le podía imponer silencio: es bien sabido que los judíos saben gritar hasta el último suspiro. "Pero esto de nada le servirá—se dijo el molinero, echando una mirada al molino desierto. El ayudante estará ahora pelando la pava con las mozas o se habrá echado en cualquier parte del jardín, borracho, sin sentido." Sólo una rana respondió a los gritos lastimeros de Iankel, y un buey mugió varias veces, turbando la calma de la noche. La luna, como si estuviera convencida ya de que todo había acabado, se oculto detrás del bosque. El molino, el río, la presa,

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