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V

37 El diablo y el judío permanecieron mucho tiempo sobre la presa sin moverse. La luna, que se había puesto roja, descendió más y se detuvo sobre el bosque, como si también ella esperara a ver en qué acababa todo aquello. Un gallo cantó en la aldea; se oyó el ladrido aislado de un perro; pero ni los demás gallos ni los demás perros les respondieron; aún estaba lejos el alba, probablemente.

El molinero temblaba de frío, y al mismo tiempo tuvo la idea de que todo aquello no era más que un sueño; ahora se había puesto la presa muy obscura y no se podía ver nada. Pero cuando el gallo cantó, lo que había sobre la presa comenzó a moverse. Iankel levantó la cabeza, tocada con un bonetillo negro; se incorporó e intentó evadirse.

—¡Eh, tú! ¡Cógelo, que se escapa!—iba a gritar el molinero; pero precisamente en aquel momento vió que el diablo retenía al judío por los faldones de su largo levitón.

—Espera un poco!—dijo el diablo—. No hay que tener tanta prisa. Yo no he descansado todavía como es debido y tú quieres continuar el camino ya. Eres tan pesado, que me canso mucho de llevarte. Un poco más, y me hubiera muerto...

—Pues bien; puede usted descansar cuanto quiera. Yo iré a pie hasta mi taberna...

El diablo se estremeció, indignado.