recibirlo; eso no es ninguna molestia... De todos modos, ya es hora de cerrar la taberna; probablemente, a no ser usted, ya no habrá un perro que venga por aquí.
Se rascó la espalda, apoyándose contra el quicio de la puerta, silbó burlonamente, mirando al molinero que se alejaba, y cerró la puerta, en la que estaban pintados una botella, un bocal y una copa.
El molinero descendió de la colina y echó a andar por la calle, con su chaqueta blanca; la sombra negra le seguía sin cesar. Ahora ya no pensaba en esta sombra, sino en otra cosa muy distinta...
II
Apenas hubo andado unos veinte metros, oyó un ruido ligero, detrás de un seto verde. Se diría que dos pájaros revoloteaban entre los árboles.
Pero no eran pájaros: era una pareja amorosa, asustada por la aproximación del molinero. El joven parecía mucho más animoso que su amada; alejándose un poco hacia la sombra, la abrazó con fuerza, y siguió hablando en voz baja. A los pocos pasos, el molinero pudo oír algo que no le fué muy grato: un sonoro beso.
—Podías haber esperado un poco—dijo, dirigiéndose al joven desconocido y acercándose al seto. Vas a despertar a toda la aldea con tus besos.
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