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Se quedó pensa'tiva. Luego, tendiéndole la niano, dijo:

— Sí, quizá tenga usted razón!

Yo seguía allí como un idiota. Tenía el corazón contristado.

Entonces ella se volvió hacia mí, me miró sin cólera y me tendió la mano.

—Oigame usted bien: somos enemigos hasta la muerte, pero... ahí va mi mano. Deseo que sea usted algún día un verdadero hombre a pesar y aun contra la disciplina.

Después, lanzando una mirada a Riazanov, dijo:

—Estoy cansada!

Sali. Riazanov me siguió. Nos detuvimos en el patio. Noté que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Oiga usted, Esteban Petrovich—me dijo—.

¿Estará usted en esta población mucho tiempo aún?

—No lo sé. Quizá tres días.

—Pues bien, si usted quiere, puede volver otra vez. Parece que no es usted un mal hombre.

—Le pido perdón—dije, por haber asustado a la señorita.

—La próxima vez, entre usted primero en el cuarto de la dueña de la casa.

—Bien... Yo le quisiera preguntar una cosa:

Ha dicho usted ahora mismo que la señorita provenía de los viejos señores de Morosov... ¿Es verdad eso?

—Verdad o no, lo cierto es que tiene un carác-