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F 201 —Lo oye usted? ¿Qué dice usted a esto?

Bien sé yo que usted no merece esa ofensa.

En parte, ella tenía razón: la disciplina exige que nosotros, los gendarmes, pongamos en conocimiento de los jefes todo lo que oímos de antigubernamental, aunque sea nuestro mismo padre quien lo diga. Pero puesto que yo no había ido allí en comisión de servicio, no tenía la menor intención de hacer uso alguno de lo que oyera, y las sospechas de la señorita me hicieron daño en el corazón.

Quise irme, pero Riazanov me detuvo.

—Oye, Esteban Petrovich, no te vayas aún.

Y después, volviéndose hacia ella, añadió:

—Está mal hecho eso que usted hace. Puede usted no perdonarle, no reconciliarse con él. Pongamos que es su enemigo, pero... un enemigo también puede tener sentimientos humanos. Esto es lo que no quiere usted comprender. Es usted una sectaria...

—Y usted es un hombre indiferente absorto en sus libros.

El se estremeció, como si le hubiera pegado.

Hasta ella misma se asustó.

— Indiferente, dice usted? Sabe usted misma que eso no es verdad.

—Quizá. Pero ¿ha dicho usted la verdad en lo que me concierne a mí?

—Sí, es muy verdad. Es usted una aristócrata incorregible. Es la vieja sangre de los grandes señores Morosov la que circula por sus venas.