Y añadió, dirigiéndose a ella:
—Si está usted enferma, señorita, puedo ordenar que la lleven al hospital de la cárcel.
Ella volvió la cabeza y salió sin decir una palabra. Nosotros la seguimos. Quizá tuviera razón para temer el hospital, especialmente en aquella ciudad que no conocía.
Había que resignarse. Ivanov estaba muy enfadado contra mí.
—La culpa es tuya!—me gritó—. Ahora nos van a fastidiar por todas partes.
Luego mandó enganchar los caballos para continuar inmediatamente nuestro camino. Ni siquiera quiso pasar la noche en la ciudad.
Nos acercamos a la señorita.
1 —Vamos, señorita! El coche está en la puerta.
Acababa de echarse en el canapé para entrar un poco en calor. Al oír nuestra invitación se estremeció, se puso de pie, se irguió fieramente ante nosotros y, mirándonos fijamente con su mirada inolvidable, nos arrojó a la cara estas palabras:
—¡Malditos seáis!
Siguió hablando; pero las palabras que decía eran para mí desconocidas y no las comprendí.
Parecía ruso lo que hablaba; pero para mí era una lengua extraña.
—Seal—dijo finalmente. Puesto que sois los amos, podéis matarme. Haced lo que queráis. Os obedezco.
El samovar estaba en la mesa; pero ni siquie-