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i 187 Alzó sus grandes ojos hacia mí, me miró fijamente y se enfadó.

¡Qué animal es usted!—me dijo. ¿No comprende usted que yo no hago este viaje por mi gusto? ¡Es extraordinario! ¡Me lleva él mismo y tiene todavía la impertinencia de manifestarme su piedad!

—Debiera usted pedir—le dije que la pusieran en el hospital. Es imposible hacer un viaje tan largo en el estado de salud de usted y con un tiempo semejante...

—¿Dónde se me conduce?—preguntó.

Nos está formalmente prohibido decir a los deportados adónde se les lleva. Viendo que no me atrevía a decírselo, volvió la cabeza.

—Pues bien, ya que no me lo quiere usted decir, al menos no me fastidie con su piedad.

Entonces no pude resistir más y le dije el sitío de su destino.

—Ese es. Ya ve usted, está muy lejos, muy lejos...

Apretó los labios, frunció las cejas, pero no dijo nada.

—Sí, señorita—proseguí—. Es usted todavía joven y no comprende las cosas. Es un sitio muy malo.

Me miró de nuevo fijamente, y dijo:

—Se engaña usted. Lo sé muy bien, pero no quiero que me lleven al hospital. Si he de morir, prefiero morir en libertad, entre los míos. Quizá me cure, y en ese caso, mejor estoy entre los míos