deber. "Tiene usted dinero?—le preguntamos.
Tenía un rublo y veinte copecas, que Ivanov se guardó en el bolsillo: lo mandaba el reglamento.
—Debo registrarla a usted, señorita—dijo después Ivanov.
Al oír estas palabras, montó en cólera. Sus mejillas se pusieron más rojas aún, sus ojos lanzaban fuego y llamas. Le confieso a usted que al verla así tuve miedo y no me atreví a acercarme.
Pero Ivanov, que estaba borracho, no se preocupó de ello.
—Es mi deber—insistió. Tengo instrucciones formales.
Pero ella, llena de indignación, le gritó que no permitiría que se la registrara. Su rostro había palidecido. Sus ojos estaban sombríos. Golpeando encolerizada el suelo con el pie, pronunciaba palabras irritadas. Tan grande era su ira, que aun el mismo Ivanov retrocedió. El jefe de la prisión estaba también asustado y le ofreció un vaso de agua para calmarla. "Tranquilícese usted, se lo suplico. ¡Tenga usted piedad de sí misma!" Pero ella, indignada, le arrojó estas palabras: "Todos vosotros sois bárbaros, esclavos!" Aquella joven no tenía respeto ni para con los jefes. "Esto ya es demasiado—me dije yo. ¡Verdaderamente, es un viborilla!" No había que pensar en registrarla. El jefe la condujo a otra habitación, acompañada de una vigilanta de las presas. Un momento después volvieron a salir. "No llevaba nada sobre sí"—decla-