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Esta es muy particular. No viene más que una vez al año. Le diré aún más: ningún pueblo, en el mundo entero, tiene una fiesta semejante.

—¿Qué me dice usted?

—Ha oído usted hablar de Japun?

—¿Cómo?

Ahora lo comprendía. ¡Qué bruto era! ¡No haberlo entendido antes! ¡Ya estaba al cabo del asunto!

Miró por la ventana al interior. Sobre el piso se había esparcido paja y hierba; en los candelabros, dobles y triples, ardían pequeñas bujías. Se ofa un ligero rumor, que parecía el zumbido de varias abejas gigantescas. Eran la joven con quien se había casado Iankel, después de la muerte de su primera mujer, y varios niños judíos que, con los ojos cerrados, murmuraban en tono muy bajo plegarias, de las que no se podía entender una sola palabra. Pero en aquellas plegarias había algo extraño: le parecía al molinero que en el interior de aquellos judíos se encontraba algún otro que lloraba, suplicaba... no sabía quién ni por qué. En todo caso, no por lo concerniente a la taberna, al dinero y demás cosas del mismo género.

El molinero, al oír la plegaria, se entristeció. Le daban lástima aquellas gentes. Cambiando una mirada con Iarko, le preguntó:

—Rezan. Con que, ¿Iankel está en la ciudad?

—Sí.

Pero es una tontería! Puede suceder que Japun, el diablo judío, atrape precisamente a Iankel.