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Ea, Román, en marcha! ¡Montad todos a caballo! Tú, Opanas, vas a ir con ellos; ¡ya estoy harto de tus canciones! Es muy bella esa canción tuya; pero lo que cuentas en ella no sucede jamás.

El mismo Opanas estaba conmovido por su canción; su corazón se dulcificaba, sus ojos estaban velados por las lágrimas.

—No, señor—dijo—. Nuestros ancianos afirman que las canciones dicen siempre la verdad, como los cuentos; pero la verdad contenida en un cuento es como el hierro, que, a fuerza de pasar de mano en mano, se cubre de roña; mientras que la verdad de la canción es como el oro, que no teme a la roña. ¡Esto es lo que me han enseñado mis ancianos!

El señor hizo un gesto le desprecio.

—Quizá sea eso verdad en vuestro país, pero no aquí... Y basta de conversación. ¡Vete, Opanas!

El cosaco permaneció un momento sumido en reflexiones; luego, de pronto, cayó de rodillas ante el señor.

—¡Escúchame, señor! Munta a caballo y vuélvete a casa, al lado de tu mujer. El corazón me dice que va a ocurrir una desgracia.

Entonces el señor fué presa de una cólera terrible; rechazó al cosaco con el pie, como si fuera un perro.

—Déjame en paz! ¡Vete! ¡Pareces una vieja llorona, no un cosaco! ¡Vete, o no respondo de mí!

Y después, dirigiéndose a los otros:

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