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} 149 rante su caminata, cubre con nieve sus huellas...

Si no me crees, ven a verlo tú mismo.

El viejo estaba visiblemente contento de poder charlar, como si la agitación del bosque y el huracán, suspendido en el aire, reanimaran su vieja sangre. Movía la cabeza, sonreía y guiñaba los ojos.

De pronto, su frente arrugada se ensombreció.

Me empujó con el codo y me dijo misteriosamente:

—¿Sabes lo que te voy a decir? El "demonio del bosque" es muy feo; un buen cristiano no debe ni mirar siquiera a una criatura semejante; pero hay que ser justo: no hace daño a nadie. A veces gasta alguna broma; pero el hombre no tiene razón para quejarse de "él".

—Vaya, abuelo, que por lo que tú mismo me has dicho te quiso romper la cara una vez.

—Sí, es verdad; pero eso fué porque le dió mucha rabia de que yo le mirara desde la ventana.

Pero si uno no se mete en sus cosas, jamás le hará daño. "El" es así! Y, sin embargo, aquí, en el bosque, los hombres han hecho cosas mucho más terribles; puedes creerlo.

Bajó la cabeza, y durante algunos minutos permaneció sumido en sus reflexiones. Cuando alzó los ojos y me miró, noté en ellos como un relámpago en su memoria apagada.

—Voy a contarte, buen mozo, una historia que sucedió aquí mismo, en nuestro bosque. Hace mucho tiempo de esto... Me acuerdo de ella como de