caminaba por un estrecho sendero forestal. Aunque no podía ver el cielo, adivinaba, por la obscuridad del bosque, que allá en lo alto iban amontonándose gruesas nubes. La hora era bastante avanzada. Algunos rayos de sol perforaban el espeso follaje; pero sobre los árboles descendía ya la obscuridad.
Se avecinaba el huracán.
Era inútil pensar en la caza; yo cifraba mi dicha en poder llegar, antes del huracán, a un abrigo cualquiera donde pasar la noche.
Mi caballo golpeaba con los cascos las raíces desnudas de los árboles, y alargando las orejas escuchaba con ansiedad el ruido del bosque. También él estaba impaciente y apresuraba el paso.
Se oyó el aullido de un perro. A través de los árboles, ahora más distanciados, se veían las paredes blancas de una choza de cuyo tejado salía un humo azul. La choza, inclinada, con su techo de paja ennegrecida, se guarecía, como tras un muro, entre los troncos rojos. Parecía querer esconderse bajo la tierra, y los esbeltos y soberbios pinos inclinaban sobre ella sus copas majestuosas. En medio del calvero, muy apretadas, había un grupo de encinas jóvenes.
La casa estaba habitada por dos guardabosques, Zajar y Máximo, compañeros habituales de mis excursiones de caza. Pero no debían estar allí, puesto que nadie salía a mi encuentro, no obstante los ladridos del enorme perro. El abuelo, anciano de cabeza calva y bigotes blancos, per-