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jar. Allí lloraba de pena, y el frío helaba las lágrimas en sus ojos; pero él seguía trabajando.

Después, su mujer murió. No tenía dinero para el entierro, y se contrató como leñador para ganar el dinero necesario. El patrón se aprovechó de su miseria y le pagó muy mal. Pero trabajaba con las lágrimas en los ojos, mientras que su mujer, muerta, esperaba en casa a que fueran a enterrarla. Así, pues, ¿no era justo que exagerase la cantidad de su trabajo?

El viejo Toyon tenía los ojos llenos de lágrimas. Makar notó que la balanza se había puesto en movimiento: el platillo de madera subió un poco; el de oro descendió.

Makar continuaba hablando siempre.

Había allí un libro en el que se escribía todo.

Que se buscara en ese libro si había conocido jamás el gozo, la alegría, el afecto. ¿Dónde estaban sus hijos? Unos habían muerto, causándole una pena enorme; otros, ya crecidos, le habían abandonado y vivían en la más negra miseria. En la vejez se encontró solo con su segunda mujer, esperando la muerte, como dos abetos batidos por las intemperies y los vientos feroces.

—Es verdad eso?—preguntó el viejo Toyon.

—Sí, verdad—confirmó el pope Ivan.

La balanza se puso de nuevo en movimiento.

El gran Toyon reflexionó un poco y dijo:

—No lo comprendo! Hay en la tierra hombres verdaderamente virtuosos, de ojos claros, rostros serenos, con vestiduras limpias.

Sus corazones