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No daba crédito a sus propios oídos. Su discurso estaba bien preparado, las palabras salían de su boca en buen orden y se colocaban una al lado de otra. No experimentaba ningún temor y hablaba en voz alta, sintiendo al mismo tiempo que sus argumentos eran muy convincentes.

El viejo Toyon, que al principio tenía cara de enfadado, se puso a escucharle con atención, comprendiendo que no era tan bruto como lo había creído al principio. El pope Ivan, asustado de la audacia de Makar, le hacía señas para que se callara; pero, sin hacerle caso, Makar seguía hablando. Los jóvenes alados, vestidos de blanco, se habían puesto en pie junto a la puerta abierta y escuchaban el discurso de Makar.

Empezó diciendo que no quería servir de caballo al postillón, no por temor al trabajo pesado, sino porque la sentencia era injusta. Y puesto que era injusta, no se sometería a ella. Estaba muy decidido. Que hicieran con él lo que quisieran; pero no iría a casa del postillón. Podían enviarle a servir al mismo diablo; pero a casa del postillón no iba. No le asustaba hacer de caballo; a los caballos les dan cebada. En cambio él, Makar, había sido toda su vida una bestia de carga y nadie le había dado cebada.

—¿Eras una bestia de carga? ¿Cómo es eso?

—preguntó el gran Toyon.

Pues muy sencillamente. Había llevado a cuestas a las autoridades, a los caciques, a los popes, a todo un ejército de pequeños y grandes je-