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no era bastante duro; pero al encontrarse con sus convecinos, se detenía y hablaba amistosamente con ellos; aunque también ladrones, eran, después de todo, amigos. A veces, hasta les ayudaba a empujar hacia adelante sus bueyes y sus caballos. Pero apenas andaba algunos pasos, los jinetes retrocedían y avanzaban luego muy poco a poco.

La llanura parecía interminable y desierta.

Cada dos jinetes que encontraban estaban separados por centenares y aun millares de verstas.

Entre otros, Makar encontró a un viejo que no conocía, si bien por el traje presumió que era, sin duda, de su aldea. Iba vestido con una vieja pelliza, hecha jirones; llevaba pantalones y botas muy usados. Pero lo más triste era que, a pesar de su vejez, llevaba a cuestas a una mujer aún más vieja, cuyas piernas arrastraban por el suelo. Estaba sofocado, y se apoyaba en su bastón con todas sus fuerzas.

Makar tuvo lástima de él. Se detuvo; el viejo también.

—¿Qué hay?—preguntó amistosamente Makar.

—Nada.

—¡Qué es lo que has visto?

—No he visto nada.

—¿Qué es lo que has oído?

—No he oído nada.

Estas eran las fórmulas habituales entre los yakuts.

Makar esperó un poco; luego se puso a hacer