la cruz! ¿Qué es eso que balbuceas? Se diría, verdaderamente, que estás soñando.
—Ni yo mismo lo sé; quizá esto no sea, verdaderamente, más que un sueño...
Se sentó en un banco, cerca de la ventana, y vió de pronto al judío Iankel que avanzaba por el camino hacia la aldea, con un gran fardo al hombro.
El molinero se estremeció, y, señalando al judío, preguntó a las mujeres:
—¿Quién es aquél que avanza por allí?
—Toma! Es nuestro Iankel.
Y qué es lo que lleva al hombro?
—Un gran fardo. Vuelve de la ciudad.
—Pues ya lo veis, todo esto no ha sido un sueño, sino la realidad. Vuelve el judío. Acabo de verle, hace un momento, cerca de mi molino...
—Pues no hay nada de extraño en eso.
—¡Cómo que no hay nada de extraño! ¿O es que no sabéis, quizá, que el año pasado se lo llevó Japun, el diablo judío?
Y el molinero se puso a contar todo lo que le había pasado. Las dos mujeres le escuchaban con una extrañeza creciente, los ojos muy abiertos.
Poco a poco, los aldeanos comenzaron a reunirse delante de las ventanas, y cambiaban sus impresiones en alta voz.
—¡Qué pícaro es ese molinero !—decían—. Antes de salir el sol se encuentra ya en esta casa.
Sería curioso saber por quién viene, si por la vieja o por la hija.
En una palabra; que la pobre Galia era el ob-