XII
Figuraos la sorpresa de Galia y de su madre cuando vieron al molinero en aquel estado y a aquella hora. Casi estaba el sol a punto de salir; todavía no habían ido las vacas a pastar, y él, sin gorra, descalzo, con los cabellos en desorden, estaba allí, en casa de una muchacha que no tenía ni padre ni hermano. ¡Esto era escandaloso y comprometedor! Pero se diría que el molinero lo encontraba todo muy natural, y repetía jubi losamente:
—¡Al fin, ya estoy aquí!
La viuda estaba tan asustada que no encontraba palabra que decir. Galia, que había saltado del lecho en camisa, se puso rápidamente su falda y se lanzó furiosa hacia el molinero.
—¿Qué es ésto, mal hombre? Probablemente estás borracho, te equivocas de casa y caes en la nuestra en vez de ir a la tuya.
El molinero la miró con ternura, y por toda explicación, le dijo:
—Puedes pegarme todo lo que quieras!
Ella le dió un golpe.
—¡Más!—pidió él.
Le golpeó por segunda vez.
—Eso está bien. ¡Más!
Y recibió un tercer golpe. Pero al ver que sus golpes no producían efecto, y que el molinero seguía contemplándola con tiernas miradas, se echó a llorar.