cabeza muy levantada, miraba al cielo. Este no haría nada por salvar a su amo, tanto más cuanto que tenía todo el dinero de la taberna. Luego distinguió los grupos de mujeres, que, a toda velocidad, huían del diablo; habían adelantado ya a Opanas, que cantaba echado en su carreta. Este sí podría haber salvado al molinero, si no hubiera estado tan borracho. No, no había nadie que gritara: "¡Déjale, que es mío!" Allá estaba la aldea. El molinero reconoció su taberna, las casas dormidas, los jardines. Allí, los altos álamos que rodeaban la casita donde vivía Galia con su madre.
Las dos mujeres, sentadas en el umbral de la casa, lloraban. ¿Por qué lloraban? ¡Ah, sí! Fra porque al otro día las iba a arrojar de su casa; la vieja le debía dinero.
El molinero se compadeció de las pobres mujeres. Bien hubiera querido hacerse perdonar el mal que les causaba. Con todas sus fuerzas gritó:
—¡No llores, mi pobre Galia! ¡Os perdono la deuda y los intereses! Soy más desgraciado que vosotras; el diablo me lleva como se lleva la araña a la mosca...
¿Hay en el mundo algo más sensible que el corazón de una joven? El molinero gritaba desde una gran altura, y ningún otro hubiera oído jamás su voz; pero Galia la oyó. Levantó al cielo sus ojos llenos de lágrimas y miró.
—¡Adiós, bellos ojos negros!—pensó el molinero. ¡Ya no os volveré a ver más!