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Esta razon súblime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina á los que no podria conmover la prudencia humana [1]. Pero no todos los hombres pueden hacer hablar á los dioses ni ser creidos, cuando se declaran sus intérpretes. El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su mision. Á cualquier hombre le es dado gravar tablas de piedra, ó sobornar algun oráculo, ó fingir un comercio secreto con alguna divinidad, ó erigir una ave para hablarle al oido, ó encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa mas que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; solo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo de Ismael, que gobierna la mitad del mundo diez siglos há, nos anuncian aun hoy á los grandes hombres que las han dictado; y

  1. E veramente, dice Maquiavel, mai non fù alcuno ordinatore di leggi straordinarie in un popolo, che non ricorresse à Dio, perche altrimenti non sarebbero accettate; perche sono molti beni conosciuti da uno prudente, i quali non hanno in se raggioni evidenti da potergli persuadere ad altrui. Discorsi sopra Tito Livio. L. I, c. XI.