ba, y las calles estaban tan limpias como el piso de un salón de baile; los faroles, cuyos mecheros no agitaba ni el más ligero soplo de aire, daban la cantidad de luz y de sombra requerida.
Hacia las diez, cuando todas las tiendas estuvieron cerradas, la callejuela quedó desierta y silenciosa, sin oirse más que el ruido sordo de sus alrededores. Del otro lado de la calle se percibían los movimientos, las idas y venidas en el interior de las casas, distinguiéndose los pasos de los transeúntes mucho antes de verlos. Hacía algunos minutos que Utterson estaba en su puesto, cuando llamó su atención un paso ligero y extraño que se aproximaba. En el curso de sus nocturnas peregrinaciones había llegado á acostumbrarse á distinguir en medio de los zumbidos y de los ruidos más diferentes de una gran ciudad, los pasos de una persona sola, lejos aún, y que venía bruscamente á él, pero nunca se había sentido su atención tan excitada ni tan fija como en aquel momento definitivo,