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El DR. JEKYLL.

Hyde era mucho más pequeño, más delgado y más joven que Enrique Jekyll. Así como el uno llevaba sobre el rostro el resplandeciente sello del bien, el otro tenía escrito sobre su cara el sello de la maldad. La maldad, que no debe considerarse aún como causa del carácter mortal del hombre, había impreso en aquel cuerpo signos de deformidad y de decadencia. Y cuando miré, entonces, en el espejo aquel ídolo perverso, tuve conciencia, no de un sentimiento repulsivo, sino más bien de la brusca transición producida y del buen éxito de mis tentativas. Aquel ídolo, por lo demás, era yo mismo. Parecía natural y humano. Para mí, tenía á la vista una imagen más viva del espíritu; había allí más expresión y originalidad que en el ser imperfecto y doble, hasta aquel momento acostumbrado á llamar yo; é indudablemente tenía razón. Observé que cuando aparecía bajo la apariencia de Eduardo Hyde, nadie podía aproximárseme sin experimentar primero un extremecimiento visible, en todo su