—¡Eh! joven, eh! Venga aquí, haga el favor.
Todavía no le había dicho mi nombre.
Salí y fui á la ramada.
—¡No!,—gritó doña Carolina.—Entre nomás por el patio, que los dos vamos á comer aquí adentro, en esta mesa.
Había puesto un mantel limpito, dos cubiertos, una pila de platos, pan con grasa, queso fresco, una caja de sardinas abierta, y un gran platazo de nueces y pasas.
—Aquí se come á lo pobre, y usté dispensará porque no hay cómo hacer muchas cosas.
—¡No diga, señora!—le contesté.—Si viera los gofios que he comido todo este tiempo, y el maíz cocido de las provincias del norte, no pensaría eso. Muchos días me lo he pasado con una galleta y un traguito de aguardiente, y otros, sin galleta...
—¡Pobre mozo!—dijo doña Carolina, que se había puesto tristona, y medio lagrimeaba,