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Por añadidura, uno de ellos nos dió un disgusto.

El tal envió muy de mañana a la criada a decirnos que se había dejado olvidada sobre la mesa una petaca de plata. La buscamos por todas partes; pero no logramos encontrarla. Se les preguntó a todos los mozos, y ninguno la había visto.

No es de creer que hubiera tentado la codicia de ninguno, pues podría valer hasta quince rublos, y nos encontramos a veces carteras con billetes de banco, que nos apresuramos a llevar al bureau.

El caso es que no se encontró la petaca. Quizá otro de los comensales se la hubiera metido, por distracción, en el bolsillo. Eso ya ha sucedido más de una vez nuestro restorán.

Una noche, una señora, a quien yo no había visto nunca, y que estaba cenando en nuestro salón, recogió del suelo una alhaja. Yo me encontraba a pocos pasos de su mesa. Miró, cautelosa, alrededor y se la guardó. En aquel momento, como viera que yo la miraba, se puso colorada como un tomate. Yo podía habérselo dicho al maître d'hotel; pero tenía mis dudas: quizá la alhaja fuera Suya. Pues bien, a la mañana siguiente, uno de nuestros parroquianos, un rico fabricante, nos envió a un empleado de su casa a decirnos que su señora había perdido aquella noche en el restorán un broche de quinientos rublos.

A veces, donde menos se piensa...