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tados a la mesa, bebiendo y charlando. Su conversación ya no era comedida y solemne. Hablaban con toda libertad del compañero en cuyo honor se había celebrado el banquete, y había que oír las ausencias—pues se había marchado un rato antes que hacían de él.

Cuando al fin se fueron, nos vimos negros para limpiar el salón. Estaba terriblemente sucio. Por todas partes había colillas, sobre la alfombra, hasta en los pliegues de las cortinas. El maître d'hotel nos lo reprochó, como si nosotros tuviéramos la culpa. Iba yo a atreverme a hacerle una observación a cualquiera de aquellos señores?

¡No he visto gente parecida! Lo que no pudo comerse se lo llevó, sobre todo las frutas.

¡Voy a llevarme esto para los chicos!—dijo uno sonriéndose—. Será un recuerdo del banquete.

Y todos los demás siguieron su ejemplo. ¡Todos se llevaron recuerdos! Uno se puso hecha una lástima la levita al sentarse sobre una pera que se había metido en el bolsillo. En fin, no dejaron nada en la mesa. Empezamos por servirles platos pesados y calientes, para que perdiesen el apetito lo más pronto posible, según es costumbre en todo restorán; pero no eran tan tontos; en cuanto se sentaron, se lanzaron sobre el caviar, el salmón, la langosta y todas las cosas de precio, y hasta que se hartaron de ellas no empezaron a comer la sopa, la carne y los demás platos fuertes. En suma, el establecimiento no ganó casi nada con los dichosos profesores.