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pidió vino de Mosela. Luego empezaron los discur_ sos. Se brindó en honor del festejado, un viejecito, director de otro liceo, a quien acababa el gobierno de condecorar, como he dicho, con no sé qué cruz. Yo, a cierta distancia de la mesa, escuchaba a los oradores. Todos hablaban, con mucha elocuencia, de la necesidad de llevar la luz de la instrucción a las más bajas capas del pueblo, educar a la joven generación y hacer de los niños hombres útiles a la sociedad. Después, alguien propuso que se le dirigiese al ministro un telegrama, dándole las gracias. Ya se sabe: en todo banquete de esta índole, después del champagne y los discursos, se acuerda poner un telegrama.

A cada momento me sentía peor. Salía de cuando en cuando al patio, cogía un puñado de nieve y me lo aplicaba al pecho. Esto me aliviaba un poco. La noche era tranquila, llena de majestad.

En el firmamento brillaban millares de estrellas.

Se respiraba con delicia el aire fresco, y lamentaba uno no poder irse lejos, lejos de aquel restorán, de aquella algarabía infernal.

Pero había que volver al salón. Lo inundaba la luz eléctrica. Tocaba la orquesta.

Los festejadores del director condecorado empezaron a retirarse. El director del liceo de Kolia se levantó y se dirigió a la puerta.

Yo me adelanté y le esperé a un lado, en el umbral. Había decidido rogarle que perdonase a Kolia.

Cuando estuvo cerca de mí, me miró bondadosamente y me dijo: