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la vida", según declaraba en una carta que se le encontró encima, se levantó la tapa de los sesos.

Volví al restorán apenadísimo. No me sentía nada bien. En nuestro oficio, la salud es muy necesaria; pues sin ella, se expone uno a más de un sinsabor.

Si yo no lo hubiera sabido de antiguo, la experiencia, el aciago día del suicidio de Echov me lo hubiera probado. Apenas llegué al restorán y di comienzo a mi servicio, rompí tres docenas de platos. A diez rublos la docena! Me acometió una especie de vértigo, y los platos se me escaparon de las manos. Era la segunda vez que hacía un estropicio así: algunos años antes había roto no sé cuántos rublos de vasos al pisar una cáscara de naranja.

El ruido llamó la atención del maître d'hotel, que acudió presuroso.

—¿Qué ha pasado? ¿Has roto los platos?

—Sí.

—¡Lo siento por ti! Los pagarás.

¡Claro! No había de pagarlos? En nuestro establecimiento no se perdona nada. ¡Treinta rublos!

Me entró un desconsuelo tan grande, que me hubiera escondido en un rincón donde nadie me viera, y me hubiera echado a llorar como un niño. Pero había que trabajar, que traer y llevar